lunes, 8 de octubre de 2018

SIN ETIQUETAS


Acá estoy nuevamente arremetiendo contra la modernidad, sin oponerme a ella ni mucho menos llamando a un “golpe de estado”. No pretendo que, cayendo en la comparación con tiempos remotos, usted simple lector/a afirme que quien suscribe es enemigo acérrimo de las nuevas tecnologías. Al contrario, soy un aliado más. Me sirvo de ellas, para expresarles nada más y nada menos que una mera visión de la realidad, un modo de ver las cosas. Lo que leerán a continuación, no es ni la verdad absoluta ni una opinión indiscutible.


Llevamos el chip de la ansiedad

Nuestra mente, siempre tan compleja y estimulada, vive días de una intensidad tan constante que nos lleva a sobrevalorar el tiempo. Gracias a la inmediatez de la globalización, al efecto “social” de la vida íntima y a la velocidad de la conectividad, los segundos pasaron a ser minutos y éstos a su vez, se sienten como horas. Llamar la atención ya no es el desafío, el trabajo está en conservarla. (Pensamiento del autor: ¿Será que leerán el texto hasta el final?)

Cuando enviamos un simple mensaje a una persona, ¿Acaso no chequeamos una y otra vez si llegó y fue leído? Seamos sinceros/as, ¿Nunca le dimos el carácter “urgente” cuando en verdad no lo era? Todo parece indicar que, en realidad, lo que sucede es no concebir a la otra persona con el teléfono lejos de su mano. Es tal la incorporación de esta herramienta de la comunicación a la vida diaria, que la maquinaria de la imaginación solo admite gente “en línea”, “activa”, “disponible”, o como quieran llamarlo. Necesitamos saber todo YA. No saber esperar es producto de haber desaprendido ciertas cosas: Por citar algunos ejemplos, ¿Me van a decir que cuando enviábamos una carta por correo pretendíamos respuesta inmediata? Si coordinamos encontrarnos con una persona en tal calle, ¿Qué es lo primero que hacemos cuando llegamos al lugar? Habría que contabilizar cuánto esperamos hasta mandar el “llegué, ¿dónde estás?”


Publico, luego existo

“Salgan a vivir el mundo”, dijo alguien quejándose del uso de las redes sociales. Inmediatamente, se creó una cuenta para estar a la moda, porque todo su entorno lo había hecho. Y salió al mundo, pero mucho mejor que antes, porque ahora tiene perfil en Instagram. Paradójica contradicción en la que cayó esta persona, ¿No?

No publicar o no “chequear” lo que publicaron otros/as, nos genera una sensación de vacío tan grande, que no se trata simplemente de exclusión. Estar en las redes es pertenecer a ellas. Mezclarnos entre la masa, incorporar los modos, hábitos y costumbres, modificar nuestro lenguaje, entre otras cosas, nos da algo más que un sentido de pertenencia. La EXISTENCIA misma. ¿Nunca pensaron que sería de nosotros sin celular ni redes sociales? Para ahorrar ansiedades, les doy la respuesta: No existiríamos. Seríamos borrados/as literalmente del mundo, o mejor dicho, del mundo virtual.


Al alcance de la mano

El despertador solía ser aquel reloj ubicado en la mesita de luz. La temperatura y probabilidad de lluvias para el día, la sabíamos al sintonizar la radio o TV. La tapa del diario era conocida cuando nos golpeaba la puerta de casa por la mañana. Un correo electrónico era leído únicamente en la oficina. Para llegar a destino, abríamos el mapa o la guía de calles. Pedíamos una pizza buscando el número de teléfono en el imán de la heladera y llamando posteriormente. Nuestras cuentas bancarias solo las conocíamos yendo al banco…

Abundan los ejemplos, de cuan resumida se encuentra la rutina diaria a la palma de la mano. Todo lo que precisemos, lo tenemos ahí. Esa facilidad, extendida a muchos ámbitos de la vida cotidiana, se convirtió en necesidad. Y esa necesidad, en dependencia. Por eso, el celular es lo primero que vemos al despertar y lo último antes de dormir.


¿Ya no disfrutamos?

Ni siquiera en nuestras tan esperadas vacaciones, por fin sentados/as en la reposera de cara a la inmensidad del mar, ni en la cima de la montaña más linda del mundo, tampoco en esas instancias queremos “desaparecer”. No vamos a borrar rastro alguno. El mundo tiene que saber que semejante avión está a punto de despegar cuando nos vamos o aterrizar al regreso.

En el grupo de whatsapp somos 9, organizamos una gran reunión. Será un reencuentro, después de varios meses sin vernos. Nos vamos a sentar alrededor de una gran mesa y brindaremos por tantos años. Cuando ya estemos todos, ¿Alguien preguntará “quién falta”? ¿Nos pondremos a repasar una y otra vez la lista? ¿Hablaremos de las personas que no fueron invitadas? Suena casi a utopía que transcurran 2 horas con los 9 celulares en los bolsillos.

Somos pareja, estamos vestidos de gala. Nos acaban de preparar una deliciosa comida en el mejor restaurant de la ciudad, en la cena más romántica que podíamos tener. Antes de mirar a los ojos a esa persona que tanto amamos y confesarle todo nuestro amor, le vamos a sacar una buena foto a ese plato. Para cuando nos traigan el postre, tendríamos que tener muchos “me gusta” y comentarios aprobatorios a esa publicación. No importa si durante la velada discutimos, hablamos de cosas feas o ni siquiera conversamos, eso no tendría importancia. Si en la foto salimos bien y los comentarios rezan la frase “Me alegra verlos felices”, el objetivo de la salida estaría cumplido.

La pregunta que resume estos ejemplos es una sola: ¿Seríamos capaces de vivir sin etiquetas?


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