lunes, 16 de septiembre de 2019

Observar y escribir: Un pequeño ejercicio



Martes 20 de agosto de 2019

Me siento en la Plaza Grigera, de Lomas de Zamora, justo frente a la Iglesia Catedral. Simplemente para observar. Detenerme a mirar. Voy a describir lo que veo:

Comienzo con lo que más me llama la atención. Jóvenes que dejan su mochila en el piso, sacan un celular, ponen música y practican una y otra vez coreografías. ¿Desde cuándo la plaza se convirtió en una gran sala de ensayo? No lo sé. Pero lo estoy disfrutando, no tanto como ellxs.

Cuatro chicas y un chico que no deben superar los 16 años están bailando sin ningún tipo de inhibición. A simple vista, no parece existir en ellos ni la más mínima pizca de timidez. Se ríen y practican sus pasos de baile repetidas veces. Hacen y rehacen los trucos. Sus mochilas están llenas, les pesan bastante. Me arriesgo a decir que recién salen del colegio.

Salvo una chica que tiene calza rosa y blanca, el resto está de jeans. Todxs coinciden en el uso de zapatillas, marca Reebok color blanco inmaculado. Llevan abrigos, gorritos y bufandas. Exceptuando esas coincidencias, cada unx tiene su estilo bien definido. Se nota por los colores del pelo, castaños, rubios, verdes y violeta. Sin prejuicio alguno, cada chico y chica están llevando la práctica de baile con una personalidad avasallante.

Nadie, absolutamente nadie, se percata de mi presencia. Estoy justo frente a ellxs, no me ignoran, sino más bien se concentran en lo suyo sin importarles quién podría estar mirando. Las personas que transitan observan y siguen su curso. Una mujer lxs filma un par de minutos. Ellxs bailan, no paran de bailar. Como si el mundo no existiera. Solo se detienen cuando termina una canción, pero rápidamente algunx acude a tomar el celular y reproducir otro tema o, si hace falta, repetir el mismo para reforzar algún concepto de la coreografía.

Varios metros más adelante, en dirección a la Municipalidad de Lomas de Zamora, una pareja toma mates. No conversan ni se demuestran cariño físico. Él está con el celular en la mano, no quita los ojos de allí, ni para tomar el mate que la chica le alcanza cada tanto. Ella ceba insaciable, con la mirada perdida. Por momentos suspira, luce inquieta incluso en la postura fija como la que se encuentra. Tuvimos varios cruces de mirada. En el primero, sus ojos parecían estar pidiendo auxilio. Luego sentí que la muchacha se preguntaba “¿Estará escribiendo sobre mí?” Para ahorrarle la incomodidad le quité los ojos de encima. Que olvide mi presencia. Si sigue así, va a terminar cebándome mates a mí mientras escribo. Bueno, pensándolo bien, no sería mala idea.



Muchas veces me pregunto al sumergirme en el anonimato de las plazas, qué estarán pensando esas personas. Qué cosas pasarán por sus mentes en ese preciso instante que me detengo a observar. Cuando se produce el cruce de miradas, sé lo dificultoso que se torna el hecho de mantenerla. De hecho, en el 99,9% de los casos unx de lxs dos resulta intimidadx por la mirada ajena, desconocida, distante, lejana, y a su vez, cercana.

Como ejercicio, resultó positivo. Mezclé dos pasiones, observar y escribir. La lapicera es un arma, me siento poderoso. No quiero arruinar este momento de fortaleza, no voy a mostrar debilidad al guardar mi cuaderno. Al contrario, seré piadoso y mostraré clemencia. Ese matrimonio con dos niños inquietos que acaba de llegar se han salvado de mi pluma, es que la imagen familiera me provoca mucha ternura. Me estoy yendo. La manera de correr desesperada de ese niño con camiseta de Argentina y los gritos amenazantes de su padre, no me detendrán. Suena tentador quedarme un rato más, prolongar este ejercicio. La tarde cae, el sol ya no tiene efecto inmediato en la temperatura. En invierno, los atardeceres son agonías de climas agradables que dan inicio a un frío inquietante. La sombra que proyecta el cuerpo de esa madre acariciando al menor de sus hijos se alarga cada vez más, al ritmo del sol durmiente. La pelota Adidas color naranja que patea el “pequeño Messi” al grito de “atajala papi” impacta de lleno en su hermanito. Cualquier mal pensado diría que apuntó a propósito, para cortar semejante momento de armonía maternal. Yo no voy a pensar mal, no quiso lastimar a su hermano. El niño no tiene la culpa que su padre se haya distraído mirando a esa elegante dama, tan exuberante y delicada, llevando una prestancia digna de una emperatriz en taco aguja. El hombre se dejó llevar, en un segundo, movió su cabeza para verla pasar y olvidó su puesto de arquero. Por eso la pelota golpeó al más chico de la familia.

Una pena que mi ejercicio culmine así, de manera brusca, violenta. Pero debo concluir. Es que todo momento de paz suele terminar por un pelotazo de realidad, seguido de una bocanada de rabia. Me voy a despedir siendo sincero, literalmente noble a la verdad. ¿Por qué, si en todo mi relato traté de ser preciso, ahora debería mentir u ocultar cierta información? Una pena, insisto, terminar así. No me queda más remedio. No me iré faltando a la verdad.

Esa tranquilidad amorosa que inspiraba la madre se derrumbó como castillo de naipes mal armado. Tomó la pelota, se deshizo de ella arrojándola hacia su costado. Alzó al pequeño y, con el llanto sobreactuado de su hijo sonando de fondo, dijo la frase con la que me despido avergonzado:
“Tené cuidado pendejo pelotudo. Te voy a matar, boludo”

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