viernes, 19 de octubre de 2018

S – U – E – Ñ – O – S

 oñé con mi viejo

Lo vi con claridad, era él. Me acerqué. Estaba tomando mates, sentado bajo la sombra del limonero. Sin hablar, con un solo gesto, cebó uno y me lo ofreció con una hospitalidad digna de un buen campechano. Lo tomé lentamente. Es que el humito que salía de la yerba me indicaba que el agua estaba para pelar chanchos, la intuición no falló. Quemaba. Era un mate corto, caliente, lento y amargo. Corto por la poca agua que le ponía, caliente por razones obvias, lento por la temperatura del agua que obligaba a ser cuidadoso. Y amargo, muy amargo. Más amargo que un mate amargo. Aún recuerdo su sabor, me quedó impregnado en la lengua y el paladar. Si me preguntan cuál es el mate más amargo del mundo, les digo que el que cebaba mi papá. Perdón por lo reiterativo y por no brindarle sinónimos de amargo al relato, pero esos mates eran así, amargos. Y punto.


 na buena charla

Solemos creer que la voz tiene que salir de nuestra garganta y decir algo para llenar el espacio, para correr al silencio. Pero no es necesario.  Una buena charla entre dos personas puede ser aquella en la que no se hable. A veces, estar en silencio es el mejor idioma. Porque nos permite escuchar. Con el correr de los años aprendí a escuchar. Y también a observar. La mezcla de estas dos aptitudes me lleva a reconocer las personas que no saben hacerlo. Carecer de la capacidad de escucha limita toda concepción de realidad.

Tomábamos mate mientras sonaba de fondo, muy de fondo, los tangos de la radio. Hasta que me habló. Volví a escuchar su voz…


  sa voz la recuerdo

Por momentos ronca. Por momentos aguda. O grave. Sonaba seca, casi sin saliva. Cada vez que hablaba, se hacía sentir. Una vez lo escuché cantar. Desafinaba bastante. Pero no puedo negar que cantaba con pasión, esa pasión enardecida que suelen expresar los nostálgicos.

Se levantó del balde de pintura vacío donde estaba sentado. Yo lo miraba desde el pasto. Por la altura del sol, supongo que era mediodía. Hacía mucho calor. Lo sé por el short que llevaba puesto mi padre. En verano solía andar con el torso desnudo. Así, en cuero, con la redondez perfecta de su panza y sus fibrosas piernas chuecas, agarró la pava y habló: “Voy a cocinar algo”.


 oquis con salsa

Almorzar pastas era un clásico de los fines de semana. Solía ser algo básico, fideos con manteca. Por eso ver a mi viejo cocinando ñoquis se podía considerar todo un lujo. Lo seguí hasta la cocina. Me di cuenta que se trataba de un día domingo, porque la tele estaba prendida con la carrera de autos. El sonido de los motores mezclado con la voz particular del relator era música para sus oídos. Ante cada choque, golpe, grito o alguna onomatopeya del periodista, papá interrumpía lo que estaba haciendo para prestarle religiosa atención. No importaba mucho el apellido del corredor, sólo deseaba que se suba al podio del primero alguien que haya manejado un Ford.

Cuando caía la tarde, salimos a andar en bicicleta por el barrio. Anduvimos por muchos lugares. Hasta que llegamos a una estación de servicio. Apuntó la vista directo a la tele del bar


 tra gran alegría

El fútbol era una pasión indiscutible. Para cerrar un día perfecto, tenía que ganar el equipo de sus amores. Le gustaba decir: “Solo falta que gane Boquita”. Sufría y gozaba mucho por Boca. Cada vez que ganaba, yo pensaba inmediatamente en él.

Si durante el resto del día no hablamos, en este momento ocurría todo lo contrario. Mirábamos el partido tomando gaseosa, apenas le alcanzaba para comprar una botella chica. La efusividad para gritar los goles, los comentarios, quejas al árbitro e insultos al rival nos daban un tinte de fanatismo, que ni el barrabrava más peligroso del país se parecía a nosotros.

¡Salimos campeones! Ver a mi viejo subirse a la bici con extrema alegría era una imagen imborrable.


          oñar pequeñas cosas

Los detalles que atesoramos nos definen como las personas que somos y queremos ser. Llegamos a lugares impensados, recorremos sitios que alguna vez fueron parte de la realidad. Podemos ver, escuchar, hablar, tocar, abrazar.

Soñé con mi viejo. Con su voz y sus silencios al mismo tiempo. Solo una persona como él tenía la capacidad de manejar esos dos idiomas. Volví a comunicarme con él. Como aquellas veces, escuchando su silencio. Me reencontré con él, tarareando canciones de su vieja radio portátil. Soñé con el sabor de sus mates, en un domingo cualquiera. Con lo sencillo, con su simpleza, con lo humano. No fue un recuerdo, estuve ahí, sé que estuve soñando.



Relator de Sueños



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lunes, 8 de octubre de 2018

SIN ETIQUETAS


Acá estoy nuevamente arremetiendo contra la modernidad, sin oponerme a ella ni mucho menos llamando a un “golpe de estado”. No pretendo que, cayendo en la comparación con tiempos remotos, usted simple lector/a afirme que quien suscribe es enemigo acérrimo de las nuevas tecnologías. Al contrario, soy un aliado más. Me sirvo de ellas, para expresarles nada más y nada menos que una mera visión de la realidad, un modo de ver las cosas. Lo que leerán a continuación, no es ni la verdad absoluta ni una opinión indiscutible.


Llevamos el chip de la ansiedad

Nuestra mente, siempre tan compleja y estimulada, vive días de una intensidad tan constante que nos lleva a sobrevalorar el tiempo. Gracias a la inmediatez de la globalización, al efecto “social” de la vida íntima y a la velocidad de la conectividad, los segundos pasaron a ser minutos y éstos a su vez, se sienten como horas. Llamar la atención ya no es el desafío, el trabajo está en conservarla. (Pensamiento del autor: ¿Será que leerán el texto hasta el final?)

Cuando enviamos un simple mensaje a una persona, ¿Acaso no chequeamos una y otra vez si llegó y fue leído? Seamos sinceros/as, ¿Nunca le dimos el carácter “urgente” cuando en verdad no lo era? Todo parece indicar que, en realidad, lo que sucede es no concebir a la otra persona con el teléfono lejos de su mano. Es tal la incorporación de esta herramienta de la comunicación a la vida diaria, que la maquinaria de la imaginación solo admite gente “en línea”, “activa”, “disponible”, o como quieran llamarlo. Necesitamos saber todo YA. No saber esperar es producto de haber desaprendido ciertas cosas: Por citar algunos ejemplos, ¿Me van a decir que cuando enviábamos una carta por correo pretendíamos respuesta inmediata? Si coordinamos encontrarnos con una persona en tal calle, ¿Qué es lo primero que hacemos cuando llegamos al lugar? Habría que contabilizar cuánto esperamos hasta mandar el “llegué, ¿dónde estás?”


Publico, luego existo

“Salgan a vivir el mundo”, dijo alguien quejándose del uso de las redes sociales. Inmediatamente, se creó una cuenta para estar a la moda, porque todo su entorno lo había hecho. Y salió al mundo, pero mucho mejor que antes, porque ahora tiene perfil en Instagram. Paradójica contradicción en la que cayó esta persona, ¿No?

No publicar o no “chequear” lo que publicaron otros/as, nos genera una sensación de vacío tan grande, que no se trata simplemente de exclusión. Estar en las redes es pertenecer a ellas. Mezclarnos entre la masa, incorporar los modos, hábitos y costumbres, modificar nuestro lenguaje, entre otras cosas, nos da algo más que un sentido de pertenencia. La EXISTENCIA misma. ¿Nunca pensaron que sería de nosotros sin celular ni redes sociales? Para ahorrar ansiedades, les doy la respuesta: No existiríamos. Seríamos borrados/as literalmente del mundo, o mejor dicho, del mundo virtual.


Al alcance de la mano

El despertador solía ser aquel reloj ubicado en la mesita de luz. La temperatura y probabilidad de lluvias para el día, la sabíamos al sintonizar la radio o TV. La tapa del diario era conocida cuando nos golpeaba la puerta de casa por la mañana. Un correo electrónico era leído únicamente en la oficina. Para llegar a destino, abríamos el mapa o la guía de calles. Pedíamos una pizza buscando el número de teléfono en el imán de la heladera y llamando posteriormente. Nuestras cuentas bancarias solo las conocíamos yendo al banco…

Abundan los ejemplos, de cuan resumida se encuentra la rutina diaria a la palma de la mano. Todo lo que precisemos, lo tenemos ahí. Esa facilidad, extendida a muchos ámbitos de la vida cotidiana, se convirtió en necesidad. Y esa necesidad, en dependencia. Por eso, el celular es lo primero que vemos al despertar y lo último antes de dormir.


¿Ya no disfrutamos?

Ni siquiera en nuestras tan esperadas vacaciones, por fin sentados/as en la reposera de cara a la inmensidad del mar, ni en la cima de la montaña más linda del mundo, tampoco en esas instancias queremos “desaparecer”. No vamos a borrar rastro alguno. El mundo tiene que saber que semejante avión está a punto de despegar cuando nos vamos o aterrizar al regreso.

En el grupo de whatsapp somos 9, organizamos una gran reunión. Será un reencuentro, después de varios meses sin vernos. Nos vamos a sentar alrededor de una gran mesa y brindaremos por tantos años. Cuando ya estemos todos, ¿Alguien preguntará “quién falta”? ¿Nos pondremos a repasar una y otra vez la lista? ¿Hablaremos de las personas que no fueron invitadas? Suena casi a utopía que transcurran 2 horas con los 9 celulares en los bolsillos.

Somos pareja, estamos vestidos de gala. Nos acaban de preparar una deliciosa comida en el mejor restaurant de la ciudad, en la cena más romántica que podíamos tener. Antes de mirar a los ojos a esa persona que tanto amamos y confesarle todo nuestro amor, le vamos a sacar una buena foto a ese plato. Para cuando nos traigan el postre, tendríamos que tener muchos “me gusta” y comentarios aprobatorios a esa publicación. No importa si durante la velada discutimos, hablamos de cosas feas o ni siquiera conversamos, eso no tendría importancia. Si en la foto salimos bien y los comentarios rezan la frase “Me alegra verlos felices”, el objetivo de la salida estaría cumplido.

La pregunta que resume estos ejemplos es una sola: ¿Seríamos capaces de vivir sin etiquetas?


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